El crimen fue en Granada

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Un mes después de llegar a Praga tras los pasos de Vladimir Holan, me surgió un viaje a Italia. Pasé dos días en Roma y me encaminé luego hacia Nápoles para dar una conferencia sobre la experiencia poética en el ámbito digital. Me llevó a la estación de ferrocarril de Roma una bailarina iraní. Su coquetería se deslizaba por la humedad ambiente de Roma hasta plasmarse en la piel de las ventanillas del tren, en cuyo cuerpo fresco mi mano trazaba dubitativa un gesto de despedida. En Nápoles llovía. Nos bebimos la noche entre amigos bajo la lluvia para luego en el hotel hablar de lo divino y de lo humano hasta altas horas de la madrugada en un alto balcón lleno de flores. La lluvia penetraba en la corriente eléctrica que unía alrededor de una mesa lógica difusa y aristotelismo. Por la mañana, el canto de los pájaros y un sol fresco.
Seis meses más tarde estaba en Bratislava, buscando la poesía de Rufus entre coloridas sonrisas de muchachas, antigüedades, frescura de lluvia primaveral y cansancio de beber y caminar de noche junto al Danubio. Cuando me despertó el Sol en la mañana me encontré en Nápoles. Pasó un tiempo hasta que me di cuenta de que estaba en otra ciudad. ¿Qué me había devuelto a Nápoles? Había para mí algo común a esas dos ciudades, como una sola voz que las sintonizara en mi interior. Acaso una semejanza sorprendente con la ciudad de mi infancia. La nostalgia es una cuestión espacial. Esa mañana yo no estaba en Nápoles, sino en Sarí.
Y ahora me pregunto, ¿dónde está Soria? El año pasado, estando en las alturas del Moncayo, recordé el trayecto de la carretera 2.000. Hace diez años, justo después del trágico fracaso del movimiento estudiantil iraní, con el contagio de esa derrota a los corazones, me subí unos días a la montaña. En lo alto del Alborz, cerca del paso de Soleimán, donde la cordillera parte en dos la geografía, me preparé un té, encendí una hoguera, y era como si se parase el tiempo. Soplaba un fuerte viento. Olor a leña quemada y un calor familiar en las manos. Había vivido el Moncayo en las cumbres del Alborz. El tiempo se paraba en el espacio y de la experiencia creaba una escultura. Una escultura que portábamos nosotros, y se nos mostraba entre claroscuros. Entre el sueño y la vigilia, en la dejadez en que la conciencia se apaga, un lugar se transforma en otro.

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Machado ve la tierra de Soria árida y fría. Por las colinas y las sierras calvas, verdes pradillos, cerros cenicientos, la primavera pasa. La tierra no revive, el campo sueña. Soria fría y noble, en la melancolía amarga de una ciudad que decae. Y esa ciudad decadente, con esa melancolía amarga, parece vivir en el interior de Machado. Vienen las cigüeñas a posarse en el campanario. José María Palacio debe subir por el alto Espino con las primeras rosas de las huertas, con los primeros lirios, en una tarde azul, allá donde una mujer duerme en la tierra.
Pero en verdad, ¿cómo llega a grabarse Soria en el interior de Machado? ¿Por qué debe ser la subida en la hora en que llegan las cigüeñas, y se abren las primeras rosas y lirios? Las cigüeñas no van a Soria. En Machado, las cigüeñas se posan en un campanario que alberga el interior del poeta. ¿Despertó Machado en alguna otra ciudad, después de Soria? No lo sé. Pero esos campos fríos aparecen en otro poema. Caminando entre fusiles, por una calle larga, al salir Lorca al campo frío.
La poesía predice la hora en que llegarán las cigüeñas. La hora en que se abrirán las primeras flores y habrá que subir la montaña que es señal de la ausencia. Es la ausencia lo que graba las ciudades y los lugares en nuestras almas. La ausencia, lo que transforma Nápoles en Bratislava. La ausencia, lo que cambia el lugar de las ciudades.

3

En nuestro país, Rostam mata a su hijo Sohrab. Dicen los cuentos que no llegó el antídoto y la voz de lo ausente dijo a Rostam que si sostenía el cuerpo de Sohrab en sus brazos durante cuarenta noches y cuarenta días, el muerto reviviría. Así hizo Rostam. Al trigésimo noveno día, una anciana lavaba ropa en el río, junto al padre que alzaba en sus brazos el cuerpo de su hijo. Lavaba sin cesar una tela negra, hasta que Rostam le pregunta, ¿qué haces, anciana? Y ella le responde, quiero dejar blanca esta tela negra, igual que tú pretendes hacer revivir a un muerto. Si tú eres capaz de hacer eso, yo también puedo hacer esto. Rostam deja en el suelo el cadáver de Sohrab, muerto para siempre. Nuestros cuentos no dicen si de haber sostenido el padre el cuerpo del hijo un día más, habría vuelto este a la vida o no. Aún así dan a esa voz infausta de la imposibilidad el nombre explícito de “voz de Satán”.
La poesía, aunque sea de duelo, no deja jamás en el suelo el cuerpo de Sohrab. La poesía alza los cuerpos de Lorca, Leonor y Miguel Hernández, sin escuchar la voz infausta de lo imposible. La poesía sube al Espino, vaga por Granada y ve hacerse posible lo imposible. Cuando se despierta en otra ciudad y no hay ninguna hora, ninguna voz que no sea familiar.

4

Tenía dieciséis años cuando me topé por primera vez con El crimen fue en Granada. El mayor poeta iraní del siglo pasado, Ahmad Shamlú, había citado varios versos del poema en su introducción a la poesía de Lorca. Yo en aquella época sabía de memoria todas las traducciones de Lorca que había hecho Shamlú, y aún antes de conocerlo a él y tener así acceso a la obra de Machado y Cernuda, había intentado muchas veces, de distintas maneras, reescribir el poema de Machado a través de aquellos pocos versos.

En Praga conocí la poesía del checo Jiří Orten, muerto a los veintidós años durante la ocupación nazi de Praga, en un accidente con una ambulancia alemana. Un poeta de envergadura tal como para componerle elegías autores como Nezval, Holan, Hallas y otros muchos. El propio Orten escribió antes de morir nueve elegías, consideradas como obras maestras de la poesía checa, que yo he comenzado a verter al persa en Praga tras la muerte de un amigo como consecuencia de una huelga de hambre en prisión. La elegía a Orten de Vladimir Holan puede ser leída con la segunda y tercera estrofas del poema de Machado, con la diferencia de que mientras Lorca cobra espacialidad en Granada, el Orten del poema de Holan queda en un no-lugar, en la errancia hereditaria del pueblo judío. En cuanto al tiempo, los poemas de Machado y de Holan dejan a ambos poetas petrificados en la vecindad de la existencia femenina de la muerte. Machado edifica un túmulo de piedra y sueño en el Alhambra y Holan construye una estatua del momento en que el poeta queda inmóvil y la poesía no sabe cómo cobrar vida.

Un poeta que escribe elegías a otro está viendo de antemano su propia muerte, y dialoga con ella. Por eso cada elegía es de algún modo un réquiem. Sí, hace veinte años que estoy escribiendo de una estatua del momento por la muerte de Lorca y mi vida transforma su muerte, en cada momento, a una vida que nunca vivió, aunque El crimen fue en Granada.

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